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Concurso de relato de Zenda e Iberdrola sobre amanecer.


Aquí pongo mi relato para el concurso que organizan Zenda e Iberdrola sobre amanecer. #amanecer

Quiero que llegues a donde nadie ha llegado, a lo alto de la escala de la sociedad musical. A que, con tus manos, realices lo que durante tantos años ha estado escondido dentro de esta carpeta, queriendo salir y flotar en el aire. Tiene tu nombre.


Aquellas frases aún resonaban en mi cabeza. Cogí la manta y me la eché sobre los hombros. Di un salto y bajé de la cama con intención de dirigirme a la cocina y calentarme al calor de las últimas brasas de la chimenea. En el camino, vi que la luz de un farolillo estaba encendida en el cuarto donde dormía Danilo. Tenía la puerta entreabierta, así que eché un vistazo al interior y lo encontré mirando por la ventana.

Entré sin llamar.

―¿Tú tampoco duermes?

Danilo Pavesi se dio la vuelta.

―Me cuesta conciliar el sueño los días previos a un viaje. Es un ritual un poco fatigoso.

―¡Vaya!

―No me acordaba de lo frías que eran las mañanas en la meseta ―añadió señalando los carámbanos que colgaban de la cornisa de la ventana―. Además, no me canso de mirar. Estoy esperando a que empiece a clarear. Observar estos amaneceres es algo impagable.

― Quería hacerte una pregunta.

―No son horas, Germán, debes de dormir.

―Lo son si la intriga no me deja hacerlo.

―Dispara ―masculló resignado.

―¿Qué buscas en el horizonte?

Danilo Pavesi enderezó el cuello. En la estancia apenas había luz, aunque su cara se iluminaba a trazos con los farolillos de la calle.

― Su color ―me contestó con un siseo.

―¿Su color?

―Sí, su color. Estaba buscando esos tonos que sólo encontré en mi anterior viaje. Necesitaba grabarlos en mi retina de nuevo.

―¿Para qué?

―Para hacer un barniz. Quiero que la mejor de mis obras porte ese color, el de el amanecer de esta ciudad. Cuando estos días me he levantado, mirando hacia el este podía observar un tono amarillo, pero en cuestión de minutos se volvía cada vez más intenso, casi anaranjado. En ese preciso momento era cuando cerraba los ojos e intentaba grabar esa tonalidad, esa transición de colores pajizos y bergamota. Apenas dura eso, unos minutos, pues el color va cambiando después a un azul claro que va ganando terreno al añil. Quiero conseguir ese color para un barniz con el que teñiremos un violín que me vas a ayudar a realizar.

―¿Qué tiene de especial ese violín para ser la mejor de tus obras?

―Que será el último que haga ―respondió con gesto serio en voz baja, casi inaudible―. Pero, sobre todo, que lo realizaré junto a ti. He reservado maderas del bosque suizo de Davos, he mandado curar las mejores cuerdas y he comprado los mejores útiles para su realización. Llevo años en busca de las medidas perfectas, de los espesores adecuados y de la mejor fórmula para ensamblarlo. La proporción perfecta. Casi la he logrado.

Algo en su interior había encendido un brillo en sus ojos. Hablar sobre ese violín tensaba sus músculos, y el cansancio parecía haber desaparecido de su tez.

―Te lo contaré a su debido tiempo.


Las dos semanas que transcurrieron hasta nuestra partida se me pasaron volando. Un halo de entusiasmo y nerviosismo se palpaba en el ambiente. Danilo Pavesi se pasaba las noches en vela y salía de madrugada a pasear por la ciudad, alegando que quería aprovechar el tiempo que le quedaba para llenarse del oxígeno y a la vez disfrutar de sus fríos amaneceres. Poco a poco me iba describiendo, muy a grandes rasgos, el arte de la luthería.

Cuando le pregunté de nuevo si estaba seguro de lo que había venido a buscar, me contestó:

―¡Salvemos dos almas!


Nunca llegué a entender aquella frase. El infortunio me lo arrebató.


Las notas planeaban por los tejados acariciadas por un amanecer de cuento anunciando el último viaje de Danilo. Lea sacó el receptáculo donde transportábamos las cenizas y, pidiendo consenso, las lanzó al vacío. Los restos de Danilo se esparcieron por todos lados, ayudados por un viento sur que los empujó. Renato concluyó la obra y un silencio marcial se aposentó entre los presentes. Se acercó a mi y me entregó el violín. Sin decir nada, fuimos bajando escaleras abajo habiendo cumplido la última voluntad de Danilo Pavesi. El concierto en La bemol de las campanas del Torrazzo quiso entonces también despedirse de nuestro incondicional compañero.

En el último instante, me giré, observé el cielo y levanté el instrumento. Su barniz era idéntico a aquellos amaneceres que vimos años atrás y en nada se parecía al que tenía delante de mis ojos.

Gracias y hasta siempre, amigo, tu alma está salvada.


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